jueves, 27 de diciembre de 2007

Pensemos bien lo que decimos

Por: Enrique Galván-Duque Tamborrel


Es común que todos, al expresar cualquier idea, digamos palabras sin ningún sentido, palabras huecas que bien se podría ahorrar saliva no diciéndolas, en otras palabras: dejándolas fuera de nuestros vocabularios.

Quizás muchos no nos planteamos con seriedad qué palabras saltan el cerco de nuestros dientes -parafraseando al poeta Homero. Nuestro modo de pensar, a veces tan poco orientado, no deja espacio a una serena reflexión sobre las expresiones que utilizamos. Decimos lo primero que nos llega a la boca y después, vistas las consecuencias, nos viene el remordimiento de no haber dicho lo que deberíamos o de haber dicho lo que no deberíamos decir. Queremos entonces dar marcha atrás y pretendemos en vano arrancar al viento nuestras palabras.

¿Hay de verdad palabras vanas? El ser humano, de pensamiento y juicio ligeros, diría que no, pero incluso los niños, en cuanto alcanzan su uso de razón, entienden, por enseñanza de sus padres, que ciertas palabras y/o expresiones “no las deben decir”. Tal vez, con la mano sobre el pecho, cada quien debería reconocer la ristra de palabras vanas que ha pronunciado y que giran el mundo hiriendo a todo pobre mortal que cruza por su camino.

Todos los seres pensantes tenemos momentos de meditación y/o reflexión. Es ciertamente un momento especial, en el que buscamos caminar con mayor firmeza sobre las huellas de Cristo. La invitación a la penitencia, a la oración, y a las obras de caridad viene a fortificar el alma y a darnos fuerza para tratar de ser mejores y poder servir eficazmente a nuestros semejantes.
El propósito de evitar las palabras vanas y la exhortación a emplear un lenguaje depurado se insertan perfectamente en este triple camino de penitencia, de oración y de caridad.

Es en verdad un gran propósito acallar la propia vanidad y no pronunciar palabras que son incienso orgulloso del propio ego. Duele también contener la respuesta acalorada ante una humillación o un insulto. Cuesta sujetar las críticas que saltan de la lengua como de un trampolín cuando uno es contrariado y la soberbia se yergue en desafío. Ya decía el apóstol Santiago que quien domina su lengua es «un varón perfecto». Da pena ver cómo hay personas que se juzgan enraizadas en el círculo de sus amistades cuando su lengua se embarra con palabras soeces o expresiones de doble sentido. ¿Piensan que siendo malhablados serán mejor escuchados? Tal vez se sientan más seguras de sí mismas por sus palabras gruesas, pero uno queda sumamente incómodo al escucharlas. El condimento insustancial de las vanas no hace más que develar una inmadurez humana y una pobreza de espíritu.

Hablar lo justo, hablar bien, hablar educadamente es una conquista de hombres recios y de mujeres finas, con ideal y hondo aprecio por la dignidad propia y ajena. Esta penitencia invita además a cerrar oídos para que la lengua no aprenda lo que no debe decir. Hoy en día la televisión y el cine se han convertido en los maestros del léxico. Viene siendo algo habitual que los niños y jóvenes sean entretenidos por personajes que apuestan su simpatía en la vulgaridad. Y cuando se anuncia que el programa es para mayores de 18 años es casi infalible que habrá, además de escenas inconvenientes para todo ser humano que se precie de tener un mínimo de rectitud y honestidad moral, una retahíla de expresiones indecentes, irrespetuosas e incluso obscenas.

Por otra parte, qué duda cabe que toda palabra respetuosa, ponderada y educada es una oración. Esta lengua nuestra no debe queda atada cuando hay mucho que decir y testimoniar sobre el amor de Dios y la vocación eterna del ser humano. «De la riqueza del corazón habla la boca», dijo Jesucristo. ¿Y quién no lleva en su propio corazón alguna riqueza? Hemos de hablar mucho, sin cansarnos, de todo el bien que se ve, que se sabe, que se oye y que se toca. Estamos rodeados de personas maravillosas y vivimos en un mundo incomparablemente bello. Todo es una poesía del amor de Dios. ¿Cómo se va a quedar muda la lengua? Bien sentenciaba san Agustín que «no podemos creer y quedarnos callados». El amor coloca en la lengua la palabra feliz, justa, amistosa y rica. Una palabra o una expresión vana sería aquella que procede sin amor del corazón, pues todo lo que no tiene amor es de verdad vano. La oración del ser humano que habla bien de y a los demás tiene su origen en el diálogo de la propia alma con Dios. Quien vive con el corazón en el cielo camina con respeto sagrado sobre la tierra. La lengua que ora aprende a alabar, bendecir, perdonar, disculpar y a ofrecer a los demás la palabra digna, es, finalmente, expresión de amor y de respeto. Si cada cristiano y ser humano de buena voluntad se empeña en purificar su vocabulario de acuerdo a su ideal de vida eterna, se dará cuenta de un resultado estupendo: no hay suficiente vocabulario para hacer el bien y es insuficiente el diccionario para expresar la alegría del alma. Por el contrario, bien se sabe, basta una sola palabra vana para manchar una relación consigo mismo y con los demás.

El diccionario de la Real Academia Española define la maledicencia como «el hábito de maldecir o denigrar». Ésta es una herida mortal para el alma del cristiano. La persona maldiciente se coloca fuera del espíritu de caridad que Cristo nos ha dejado como su tesoro y testamento. Hay una brutal ruptura entre el ejemplo de Cristo y su doctrina de amor sin límites al prójimo, frente a la maledicencia que denigra la fama y el buen nombre de los demás. Por lo general, el maldiciente o dado a la crítica ataca como los traidores, siempre por la espalda, cuando su pobre víctima no se encuentra presente. Es nuestro deber purificar este cáncer de la lengua y del corazón. Que las palabras no sean malas, sino buenas hasta que se pueda instaurar un sólido “bien hablar” que actúe como una estructura de nuestras amistades. Uno se sonroja leyendo en el diccionario la definición de las palabras usadas en los insultos y viendo que no existe el vocablo que defina el “bien hablar”, pareciera que más atentos están los lingüistas en atender lo malo que no lo bueno.

Finalmente, los invito a meditar y/o reflexionar en la forma de usar nuestro idioma, que entre sus atributos está el ser florido para el bien, olvidémonos de las palabras vanas.

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