lunes, 31 de diciembre de 2007

La humanidad hija de un solo y único Dios

«El creador del Universo»

Por: Querien Vangal

Todos los seres humanos somos parte del Universo y por ende somos parte de la creación. En el Universo, todo está hecho a la perfección, lo mejor posible, no sólo para el bien general, sino para el mayor bien particular de aquellos que están persuadidos de esta verdad y satisfechos del régimen divino.

Al multiplicarse el ser humano se fueron creando costumbres y tradiciones dependiendo de la región en donde se fueron asentando. De acuerdo a esto, se fueron creando prácticas y formas de pensar, pero encima de todo ello prevaleció la idea de un ser supremo que creo todo lo que nos rodea y admiramos, y que a la vez nos provee de sustento y bienes que nos sirven para procurarnos una vida mejor.

A ese ser supremo, que en las religiones monoteístas es considerado hacedor del Universo, y a quien dan o han dado culto las diversas religiones con diferentes denominaciones, de acuerdo principalmente a su idioma.

Hay religiones que tienen mucho en común, como la cristiana, la judía y la islámica que comparten muchas cosas, como también las separan muchas otras cosas. Tenemos la misma ascendencia religiosa, tenemos el mismo fundamento. Nacimos en el corazón del Oriente. Pertenecemos a lo que podríamos denominar las religiones del Libro. Compartimos durante siglos una misma área de presencia y difusión: la cuenca del Mediterráneo. Estas tres religiones hemos sido objeto, en distintas épocas y contextos de la historia, de la violencia, del odio, de la persecución.

A lo largo de los siglos, estas tres religiones han vivido en oposición, desconocimiento y agresividad. Hace ahora cuarenta años, en el Concilio Vaticano II, mediante la declaración "Nostra Aetate", la Iglesia Católica manifestó la necesidad de tender puentes de amistad y de reconciliación y buscar el encuentro y la colaboración en tantos valores comunes para el servicio de la humanidad y para la misma gloria de Dios. Durante estas cuatro décadas se han dado pasos significativos e importantes en esta dirección. Queda mucho camino por recorrer.

Pero los signos de los tiempos, amén de la voluntad del mismo Dios al que servimos, nos urgen a la amistad: nuestro mundo globalizado hace convivir en espacios comunes a cristianos, judíos y musulmanes. Y el fiel de la balanza de nuestra verdadera adhesión religiosa pasa también por la amistad, el encuentro y la colaboración con todos los hombres de la tierra y singularmente con aquellos que creen, como nosotros, en un único Dios.

El Papa Benedicto XVI ha tenido dos nuevas y bien emblemáticas ocasiones para demostrar para la irrenunciable vocación de diálogo, de amistad, de encuentro y de cooperación de la Iglesia Católica con las otras confesiones e iglesias cristianas con el judaísmo y con el islamismo. El Papa visitaba la sinagoga de Colonia el viernes 19 de agosto y al día siguiente se encontraba con representantes de algunas comunidades musulmanas, presentes en Alemania.

Con el saludo de la paz en hebreo: ¡Schalom léchém!, el Papa Ratzinger –que es oriundo de Alemania-- comenzó su discurso en la sinagoga de Colonia, la más antigua sede judía en Alemania y que en 1938 fue prácticamente destruida y quemada por el ejército nazi durante la llamada "noche de los cristales rotos", una de las noches más trágicas y penosas de las últimas décadas. El nazismo además, ocasionó a la comunidad judía de Colonia la muerte de, al menos, siete mil personas.

Fue precisamente el nazismo uno de las primeras referencias y valoraciones que el Papa alemán trazó en su discurso en la sinagoga de Colonia: "En el siglo XX, en el tiempo más oscuro de la historia alemana y europea, una demencial ideología racista, de matriz neopagana, dio origen al intento planeado y realizado sistemáticamente por el régimen, de exterminar el judaísmo europeo: se produjo así lo que ha pasado a la historia como la Shoá... No se reconocía la santidad, y por eso se menospreció también la sacralidad de la vida humana".

Y con palabras de Juan Pablo II, en su mensaje del pasado mes de enero con ocasión del sesenta aniversario de la liberación del nauseabundo campo de concentración de Auschwitz --la más cruel realidad e imagen del horror nazi--, el Papa Benedicto XVI afirmaba que "los acontecimientos terribles de entonces han de despertar incesantemente las conciencias, extinguir los conflictos y exhortar a la paz".

Además, desde la fe y desde la humanidad es preciso deplorar, condenar y rechazar "los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de que han sido objetos los judíos en cualquier tiempo y por parte de cualquier persona". Es afirmación taxativa del número 4 de "Nostra Aetate", que Benedicto XVI ratificaba el viernes 19 de agosto de 2005 en la sinagoga de Colonia, testigo de este odio.

Tras estas referencias obligadas y sentidas, el Papa centró la parte central de su alocución a la reactualización de las ideas y compromisos sellados por la Iglesia Católica en la declaración del Concilio Vaticano II "Nostra Aetate".

De ella, como de la clausura de este último Concilio ecuménico, se cumplen cuarenta años. "Nostra Aetate" abrió nuevas perspectivas en las relaciones judeocristianas "en un clima de diálogo y de solidaridad", máxime por cuanto judíos y cristianos comparten un rico patrimonio espiritual, una espiritualidad alimentada por el libro de los Salmos y por todo el Antiguo Testamento. De este modo, y de nuevo, con palabras de Juan Pablo II, es cierto que "quien encuentra a Jesucristo encuentra al hebraísmo". Judíos y cristianos nos edificamos sobre raíces comunes.

Una de estas raíces comunes es la conciencia de que Dios ha creado a todas las personas a su imagen y semejanza, de modo que todos los hombres y mujeres tenemos la misma dignidad, pertenezcan a la raza, religión o cultura que sean. Es una dignidad inviolable, que ha de llevar a la reprobación más absoluta a cualquier acción, gesto u omisión fruto de la discriminación por "raza, color, condición o religión". De ahí, que el Papa, en nombre toda la Iglesia Católica, se comprometa, de nuevo, "en favor de la tolerancia, el respeto, la amistad y la paz entre todos los pueblos, las culturas y las religiones".

Otra raíz común, íntimamente conexa con ésta, es la trascendencia de la persona humana. Esta condición y dimensión de trascendencia de la persona humana se vertebra a través de la religión y, por ello, del derecho inalienable a por vivirla y practicarla.

Benedicto XVI aludió, como ejemplo del camino común recorrido entre judíos y cristianos en tantos lugares, a la benéfica actividad de la Sociedad para la colaboración cristiano-hebrea de Colonia, nacida ya en 1945, nada más acabar el horror de la Segunda Guerra Mundial. "Pero aún queda mucho por hacer". ¿Qué?: un mayor y mejor conocimiento recíproco, un diálogo sincero y confiado, una interpretación compartida sobre cuestiones históricas aún debatidas, un avance en la valoración teológica de la relación entre hebraísmo y cristianismo. Para que todo sea sincero y eficaz, "no se deben ocultar ni minimizar las diferencias existentes" y se ha de actuar con respecto recíproco.

Para consolidar esta renovada y necesaria relación de amistad, "no debemos mirar sólo hacia atrás, hacia el pasado, sino también hacia delante, hacia las tareas de hoy y de mañana". Y algunas de estas tareas son la defensa y la promoción de los derechos del hombre y el carácter sagrado de la vida humana, de los valores de la familia, de la justicia social y de la paz en el mundo. En estos campos y otros, judíos y cristianos, ofrecer "un testimonio todavía más concorde".

Y para todo ello, judíos y cristianos disponemos del Decálogo, "nuestro patrimonio y compromiso común", que no son carga, sino lámpara y luz. Y lo han de ser especialmente para los jóvenes. Y los jóvenes estaban muy presentes en la visita y palabras del Papa en la sinagoga de Colonia.

Para que el Decálogo sea lámpara y luz para los jóvenes, "los adultos tienen la responsabilidad de pasar a los jóvenes la antorcha de la esperanza que fue entregada por Dios tanto a judíos como a cristianos, para que las fuerzas del mal «nunca más» prevalezcan, y las generaciones futuras, con la ayuda de Dios, puedan construir un mundo más justo y pacífico en el que todos los hombres tengan el mismo derecho a la ciudadanía".

Lámpara y luz, pues, para que se produzca la transmisión de la fe, la entrega y relevo de la antorcha de la esperanza. Estos encuentros interreligiosos son también lámpara de fe y antorcha de esperanza. Seguro porque además "el Señor da fuerza a su pueblo, el Señor bendice a su pueblo con la paz". Amén.

Los jóvenes fueron también referencia e hilo conductor en las palabras del Papa en su encuentro con representantes de algunas comunidades islámicas de Colonia. Citando a Juan Pablo II, Benedicto XVI recordó una frase suya en Marruecos al respecto: "Los jóvenes pueden construir un futuro mejor si ponen en primer lugar su fe en Dios y se empeñan en edificar con sabiduría y confianza un mundo nuevo según el plan de Dios". Ellos, los jóvenes, afirmaría después Benedicto XVI, son "la primicia de un alba nueva para la humanidad".

Este futuro mejor, esta alba nueva para la humanidad se destruye y se oscurece mediante acciones como el terrorismo, tema que ocupó un destacado espacio en el discurso de Benedicto XVI a los musulmanes: "Estoy seguro de interpretar también vuestro pensamiento al subrayar entre las preocupaciones, la que nace de la constatación del difundido fenómeno del terrorismo". El terrorismo envenena nuestras relaciones. "El terrorismo, de cualquier origen que sea, es una opción perversa y cruel, que desdeña el sacrosanto derecho a la vida y corroe los fundamentos mismos de toda convivencia civil".

Y el terrorismo debe acabar para siempre. Las confesiones religiosas deben contribuir a su final extirpando de los corazones los sentimientos de rencor e intolerancia, con una clara oposición a la violencia, con la promoción de que la vida humana es siempre sagrada, con la defensa de los derechos del hombre, con una educación para la paz, la tolerancia, el respeto, la solidaridad y la paz, valores que comparten también musulmanes y cristianos.

La historia nos muestra que las relaciones entre musulmanes y cristianos ha estado salpicada muchas veces de incomprensiones, batallas y guerras, incluso invocando el nombre de Dios. "El recuerdo de estos tristes acontecimientos debería llenarnos de vergüenza, sabiendo bien cuántas atrocidades se han cometido en nombre de la religión", señaló taxativo Benedicto XVI.

La lección del pasado debe llenarnos a unos y a otros para evitar caer en los mismos errores, para buscar las vías de la reconciliación y respetar la identidad de cada uno. "La defensa de la libertad religiosa, en este sentido, es un imperativo constante, y el respeto de las minorías una señal indiscutible de verdadera civilización".

Tierra de encuentro para la nueva y necesaria cooperación entre musulmanes y cristianos la ofrece la ya citada Declaración conciliar "Nostra Aetate", en su número 3. Ahora estos puntos de encuentro y base común en el amor y adoración a un único Dios, vivo y subsistente, misericordioso y omnipotente, creador y revelador, deben traducirse al diálogo interreligioso e intercultural y a una educación en la transmisión de las fe respectivas fiel a sus identidades y esencias y bien consciente de la responsabilidad que esto supone hacia las jóvenes que han de construir un mundo mejor, un mundo según el Dios del amor.

Termino levantando la vista al firmamento infinito, y con la mayor humildad cristiana imploro a Dios que nos ilumine a todos los seres humanos para que, juntos todos, logremos la paz, basados en que todos nos veamos entre si como hermanos en Dios, nuestro señor y creador, que somos.


Diciembre / 2005








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