miércoles, 20 de febrero de 2008

¿Qué hay en nuestra profundidad?

Por: Enrique Galván-Duque Tamborrel

El mar, cuando está tranquilo, visto de donde sea es relajante, su placidez se antoja infinita y su belleza es incomparable. Pero cuando lo perturbe una tormenta, como si protestara porque lo perturban, se convierte en una furia que atemoriza a cualquiera, así sea el más experimentado marinero. Pero de una u otra forma sólo se ve la superficie, sus olas y sus espumas, con sus rumores o su bonanza.

En lo profundo, el mar es otra cosa es un mundo inmenso, rico, lleno de vida. Peces y corales, cangrejos y medusas, pulpos y moluscos, nacen, viven y mueren en medio de rumores extraños y de luces que bailan con las olas.

Podemos ponernos un visor y miramos hacia adentro. Si nos sumergimos o simplemente metemos la cabeza en el agua, el ruido de la superficie desaparece, mientras lo profundo revela sus secretos. Bancos de peces pequeños rodean al observador. La luz del sol, a través del agua, intenta en vano llegar hasta más abajo y más lejos, mientras algunas pequeñas piedras bailan al compás de la marea.

La vida de cada ser humano es, como el mar, misteriosa. En la superficie, ante el espejo, ante los ojos ajenos, aparece un color, unas pecas, una mirada fugitiva, un diente roto, un pendiente que cuelga de la oreja izquierda. Lo profundo queda escondido. A los ojos de los demás y, también, a los ojos de uno mismo.

¿Cómo descubrir nuestro propio misterio? ¿Cómo saber si somos sólo un soplo pasajero, una roca testadura, una hierba que hoy crece y mañana será quemada junto a la leña del invierno? ¿Cómo intuir si nacimos para brillar como una cometa, si existimos para alegrar a otros, si moriremos sin dejar detrás de nosotros una estela, un recuerdo, una oración en algún corazón amigo?

Miramos hacia arriba. La luna asoma sus misterios en el cielo. Júpiter rompe el horizonte, mientras las primeras estrellas mandan una luz lejana, inquieta. Tal vez habrá que preguntar a Dios. Tal vez habrá que hablar con su corazón de Padre. Tal vez será hora de sentir que su mirada nos acoge, nos levanta; que su sonrisa da sentido a nuestras penas y dolores, a nuestros momentos de alegría y de victoria.

Volvemos a casa. Queda el recuerdo de un mar inmenso, rico, lleno de misterios. Como la vida de cada humano. Como nuestra vida, con sus momentos pasajeros y con su centella divina. No hemos nacido para el absurdo ni para el viento. La tumba no será la última palabra de nuestra historia.

Desde ahora, en lo más íntimo de nosotros mismo, podemos descubrir que el Amor da sentido a cada vida humana. A la mía y a la de quien vive cerca o lejos. A la de quien hoy llora, desesperado, porque no descubre el misterio de su propia profundidad, la caricia de un Dios que está siempre a nuestro lado.

Septiembre / 2005

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